Después
de la conquista de México los españoles ofrecieron su protección y privilegios
a algunos indígenas de la nobleza mexica a cambio de que colaboraran con ellos
reportándoles cualquier plan de rebelión contra el nuevo gobierno. Uno de
ellos, llamado Tizoc, era muy cercano al virrey quien, por sus servicios como
espía, le había permitido conservar sus riquezas, entre las que había casas
lujosas en la ciudad de México, muebles forrados con pieles, joyas y finas
prendas de vestir. Para quedar bien con los españoles Tizoc se había bautizado,
iba a la iglesia y rezaba, pero en un lugar secreto de su casa tenía un pequeño
templo donde seguía adorando a los dioses aztecas. No hacía nada de provecho,
comía alimentos picantes en exceso, bebía pulque de todos los sabores y salía
de paseo con diversas amigas.
Esta
clase de vida perjudicó su salud; cada vez tenía peor aspecto y se olvidó de la
misión que le había dado el virrey. Gracias a otro espía más atento, el virrey
se enteró de que algunos indígenas estaban organizando una conspiración en su
contra e hizo apresar a los culpables. Ordenó que, como castigo por su
descuido, a Tizoc le quitaran todas sus propiedades. De un día para otro se
quedó en la calle. Sus amigas lo abandonaron y no tenía siquiera un poco de
dinero para comprar comida. Medio desnudo y enfermo permanecía sentado en la
esquina de la calle donde estaba su casa, en el actual centro de la capital.
Tanto los indígenas como los españoles que pasaban frente a él lo despreciaban
y se burlaban de él. Sólo algunas personas bondadosas le ofrecían pan, agua y
granos de cacao. Tizoc no se movía de su lugar; siempre solo y callado se
dedicaba a recordar su antigua riqueza y su vida anterior a la conquista. A
veces se quedaba dormido y soñaba con el pulque, las doncellas y los manjares
de antes. Acostumbrada a verlo siempre ahí, la gente lo apodó el “indio
triste”.
Pasaron
las semanas. Tizoc dejó de comer lo que le daban e incluso se negó a beber
agua. Ya ni siquiera tenía lágrimas para llorar y permanecía siempre sumido en
sus pensamientos. Cada día estaba más débil y con dificultades podía levantar
la cabeza. Sentía como si hubiera perdido su lugar en el mundo. Un día amaneció
inmóvil sobre la acera: había muerto de hambre, sed y tristeza. Unos frailes
que pasaban por ahí lo levantaron. Con todo respeto lo cargaron en hombros y lo
llevaron al cementerio de Tlatelolco donde lo sepultaron. Para poner un ejemplo
a los espías descuidados, el virrey mandó hacer una estatua de su figura
sentada, con los brazos cruzados sobre las rodillas, los ojos hinchados y la
lengua sedienta. La colocaron en la esquina donde siempre estaba y llamaron a
esas cuadras las “calles del Indio Triste”.
—Adaptación del relato “Las calles del
indio triste” incluido en Las calles de México, de Luis González Obregón.
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