martes, 20 de marzo de 2018

Información grupos pendientes J. M. Carrera

Autor: Ann Redcliffe
Díaz Alejandra
Poblete Benjamín
Vásquez Catalina

Autor: Madame de Staël
Escalante Alonso
Salinas María Paz
Villagra Vicente

lunes, 19 de marzo de 2018

jueves, 15 de marzo de 2018

"La Odisea" para descargar (Octavo básico)

Chicos de 8° Quilmay, está disponible para descarga el libro "La Odisea" de Homero.

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¡Saludos!

"El Cid Campeador" fragmento (7° básico)


Mío Cid Campeador
Vicente Huidobro

El destierro: salida de Vivar

Al saberse la noticia del destierro del Cid, el viejo castillo de Vivar se llena de gente. Familiares y amigos del Campeador vienen a pedirle órdenes y a saber lo que ha pasado.

No faltan los que le aconsejan sublevarse contra el rey. El Cid podría haberlo hecho, y no solo eso, sino haber marchado contra Burgos, tomarse la ciudad y destronar al rey si quisiera, pero su alma de buen vasallo, su altura de miras sin ambiciones personales, le impide obrar así.

Ni por un momento acepta la idea de la rebeldía. El rey lo expulsa de sus tierras, Mío Cid calla y se apresta a obedecer. El rey confisca sus haciendas y sus feudos, Mío Cid calla y se inclina.

A sus parientes y vasallos no dice más de lo que vais a oír, siempre tratando de disculpar al rey:

—El rey Alfonso, mi señor, presta oído a mis enemigos y a los traidores que le rodean, y me expulsa de sus tierras, cerrando sus puertas a los caballeros leales. El tiempo ha de decirle quiénes eran sus mejores servidores; por el momento, amigos míos, solo nos quedan nueve días para salir del reino. Obedezcamos. A los que conmigo quieran venir, Dios les dará buen pago; también a los que se quedan quisiera dejar contentos.

—Nadie se queda, buen Cid —grita Martín Antolínez—, sino las mujeres y los ancianos. Todos queremos partir contigo.

—Con vos partiremos, Cid —agrega Alvar Fáñez—; con vos nos iremos por yermos y por poblados. Ninguno os ha de faltar mientras tengamos salud. Como leales vasallos, como fieles amigos, con vos gastaremos nuestras mulas y caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos.

—Con vos partiremos —repite Muño Gustioz—. A vuestra sombra nada ha de faltarnos y la gloria nos sobrará.

Per Vermúdez se pone de pie y batiendo el aire con su gorra prorrumpe en estallidos de alegría:
—¡Viva el destierro! No han de faltar castillos que tomarse para pasar las noches. Cid, tus estandartes flotarán sobre diez mil almenas y todos los caballeros que hayan recibido afrenta, a tu sombra encontrarán un refugio y vendrán a engrosar tus filas.

Emocionado, el Cid estrecha a todos sus amigos y les agradece con sus buenas palabras:
—Desde ahora sois más que vasallos y más que amigos, sois mis hermanos y yo os juro que no os ha de pesar lo que hacéis por mí. Reunid todas las huestes y partiremos esta misma noche; no hay tiempo que perder.

Inmediatamente el Cid escribe un mensaje al rey:

“Mi señor y rey, mañana, cumpliendo vuestras órdenes, alcanzaré las fronteras de Castilla. Me alejáis de vuestro lado; desde hoy, para mí me gano, pues para vos me pierdo. Gracias, señor; vos me abrís las puertas del destierro; pero hay tanto mundo detrás de esas puertas, que siento mis alas más fuertes que nunca. Los caballeros que me siguen y vienen a mi servicio son hidalgos orgullosos y bravos, las cuatro partes del mundo les parecerían estrechas, y así con ellos agrandaré vuestros reinos y las tierras que conquistaré serán la Nueva Castilla.

No os culpo de lo que hacéis conmigo, ni os guardaré rencor; solo culpo a vuestros cortesanos.  Dios os perdone como yo os perdono y os haga ver pronto la lealtad de vuestro

RUY DIAZ”.

En la mansión de Vivar se prepara la salida al destierro. Es un bullicio loco de hombres, caballos, mulas y perros. Un desorden mareante de armas, víveres y mantas.

Se interpelan a gritos en todos los tonos de voz. Las cuerdas vocales vibran al delirio y los juramentos corren sobre ellas como los aló en los hilos telefónicos.

De repente, un juramento demasiado grueso se queda parado como una golondrina. Entonces doña Jimena se asoma airada al balcón y todos bajan la vista temblorosos. Es el ama, la esposa del amo que no gusta de palabrotas. El rubor ensangrienta las mejillas y un minuto de silencio avergonzado se produce en el patio.

Mientras se reúnen las gentes y se alistan los soldados, el Cid envía su mujer y sus hijas con sus damas, y bajo buena escolta, al monasterio de San Pedro de Cardeña. Allí irá él a despedirse de ellas.
La indignación que produce el destierro del Campeador es tan grande, que todo Vivar quisiera partir con él, y el héroe se ve obligado a rechazar los ofrecimientos a numerosos idólatras suyos.

 Es lo único que ha conseguido el monarca: levantar más aún la figura del Cid, endiosar al que castiga. El desterrado entra más glorioso que nunca en todas las almas y en todos los fervores.

En un momento se juntan las huestes. De las casas salen las mujeres y los ancianos a despedir a los soldados que prefieren el destierro con el Cid, a quedarse en sus tierras sin el Cid.

—Cuando a Castilla volvamos —grita un mocetón—, todos volveremos muy ricos y honrados.

Lloran las mujeres, suspiran los ancianos, rabian los muchachos. Se va el Cid Campeador. Se va el héroe, se alejan las veladas épicas. Todo entrará en la oscuridad.

Los grandes acontecimientos son como islas rodeadas de lágrimas y de aplausos, envueltos en murmullos de envidia y grandes olas de gloria. Más allá están la calma y el silencio.
El Cid se va, y el largo llanto que lo sigue apaga los rumores del odio. Airoso, soberano en Babieca, el Campeador parece un desterrado hacia el Olimpo.

En torno a su cabeza reverbera la aureola de los grandes destinos, una de esas aureolas que se sienten y que inspiran confianza y entusiasmo, una aureola eléctrica, rica y calurosa como la zona ecuatorial.
—¡En marcha! Hacia Burgos.

La columna se desprende de la ciudad y al mismo tiempo un enorme grito prorrumpe en mil pechos y estalla en el cielo:

¡VIVA EL CID CAMPEADOR!

Se va el señor con sus caballeros. La ciudad no se mueve del borde del camino y lo mira alejarse con los brazos tendidos hacia él.

Vivar quiere aferrarse al amado para que no se aleje. Una corneja pasa volando a la derecha.

Adiós. Adiós.

¡Viva el castellano leal! ¡Viva Mío Cid!

La última nubecilla de polvo se pierde en la última mirada, y Vivar queda desoladamente pobre.


Huidobro, V. (1995). Mío Cid Campeador.
En Vicente Huidobro. Obra selecta. Caracas:
Biblioteca Ayacucho. (Fragmento).
©Fundación Vicente Hidobro


lunes, 12 de marzo de 2018

"Ramayana" fragmento, Valmiki, poeta indio. (Octavo básico)

[…] Diez mil elefantes, equipados siguiendo todas las reglas, seguían a Bharata en su marcha; Bharata, delicia de la raza de Ikshwakú. Sesenta mil carros de guerra, llenos de arqueros bien pertrechados de proyectiles seguían a Bharata en su marcha; Bharata, el hijo del rey de las fuerzas poderosas. Cien mil caballos montados por sus caballeros, seguían a Bharata en su marcha; Bharata, el hijo del rey y el descendiente ilustre del antiguo Raghú.

El rey de los Nishadas, a la vista de tan numeroso ejército llegado a las orillas del Ganges y acampando allí, dijo estas palabras a todos sus parientes: “Ved por todos los ámbitos un gran ejército; no veo donde termina; tan extendido está en tan inmenso espacio. ¡No cabe duda de que es el ejército de los ikshwakidas porque distingo, en uno de los carros, una bandera con su emblema, un ébano de las montañas. ¿Irá a cazar Bharata? ¿Querrá coger elefantes? ¿O vendrá a destruirnos?

¡Ay! ¡Sin duda, con el objeto de afianzar su corona, corre con sus ministros a inmolar a Rama que Dazaratha, su padre, ha desterrado a los bosques! Rama, el dazaráthida, es mi señor, mi padre, mi amigo, mi guía. Por defenderle voy a correr hacia el río Ganges”. En seguida el rey Ghuá tuvo consejo con sus ministros, que sabían orientarle muy bien. Ghuá llevó consigo regalos, pescados, carne, licores espirituosos y fue a encontrar a Bharata.

Cuando estuvo ante él, inclinándose, le dijo: “Este lugar está, como quien dice, deshabitado y desprovisto de cosas necesarias; pero no lejos de aquí vive tu esclavo. Dígnate habitar su casa, que es la tuya, puesto que es la de tu servidor. Pero ¿no vienes como enemigo para atacar a Rama, el de los brazos infatigables? En efecto, tal como veo a tu imponente ejército, excita mi inquietud”.

Bharata, puro como el mismo cielo, con voz muy dulce le respondió así a Ghuá: “¡Jamás llegue a suceder eso! ¡Lejos de mí tal infamia! Marcho con el afán de sacar de los bosques en los que habita a ese vástago de Kakutsha; ningún otro pensamiento debe penetrar en tu espíritu: la palabra que te digo es la pura verdad”.

Con el rostro resplandeciente de placer por las palabras de Bharata, el rey de los nishadas respondió así al causante de su alegría: “¡Feliz tú! No veo en toda la faz de la tierra a un hombre parecido a ti, que quiere rechazar un imperio que ha caído en sus manos sin el menor esfuerzo”.

Valmiki. (1959). Ramayana. Barcelona: Editorial Iberia. (Fragmento).

Debes traer este texto impreso o descargado en tu celular

La libertad como tema literario (Primero medio) Clase 12 de marzo

domingo, 11 de marzo de 2018

"El corazón delator", Edgar Allan Poe (Primero medio)

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
FIN