Mío Cid Campeador
Vicente Huidobro
El destierro: salida de Vivar
Al saberse la noticia del destierro del Cid, el viejo castillo de Vivar se
llena de gente. Familiares y amigos del Campeador vienen a pedirle órdenes y a
saber lo que ha pasado.
No faltan los que le aconsejan sublevarse contra el rey. El Cid podría haberlo
hecho, y no solo eso, sino haber marchado contra Burgos, tomarse la ciudad y
destronar al rey si quisiera, pero su alma de buen vasallo, su altura de miras
sin ambiciones personales, le impide obrar así.
Ni por un momento acepta la idea de la rebeldía. El rey lo expulsa de
sus tierras, Mío Cid calla y se apresta a obedecer. El rey confisca sus haciendas
y sus feudos, Mío Cid calla y se inclina.
A sus parientes y vasallos no dice más de lo que vais a oír, siempre tratando
de disculpar al rey:
—El rey Alfonso, mi señor, presta oído a mis enemigos y a los traidores que
le rodean, y me expulsa de sus tierras, cerrando sus puertas a los caballeros
leales. El tiempo ha de decirle quiénes eran sus mejores servidores; por el
momento, amigos míos, solo nos quedan nueve días para salir del reino.
Obedezcamos. A los que conmigo quieran venir, Dios les dará buen pago; también
a los que se quedan quisiera dejar contentos.
—Nadie se queda, buen Cid —grita Martín Antolínez—, sino las mujeres y
los ancianos. Todos queremos partir contigo.
—Con vos partiremos, Cid —agrega Alvar Fáñez—; con vos nos iremos por
yermos y por poblados. Ninguno os ha de faltar mientras tengamos salud. Como
leales vasallos, como fieles amigos, con vos gastaremos nuestras mulas y
caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos.
—Con vos partiremos —repite Muño Gustioz—. A vuestra sombra nada ha de
faltarnos y la gloria nos sobrará.
Per Vermúdez se pone de pie y batiendo el aire con su gorra prorrumpe en
estallidos de alegría:
—¡Viva el destierro! No han de faltar castillos que tomarse para pasar las
noches. Cid, tus estandartes flotarán sobre diez mil almenas y todos los caballeros
que hayan recibido afrenta, a tu sombra encontrarán un refugio y vendrán a
engrosar tus filas.
Emocionado, el Cid estrecha a todos sus amigos y les agradece con sus buenas
palabras:
—Desde ahora sois más que vasallos y más que amigos, sois mis hermanos y
yo os juro que no os ha de pesar lo que hacéis por mí. Reunid todas las huestes
y partiremos esta misma noche; no hay tiempo que perder.
Inmediatamente el Cid escribe un mensaje al rey:
“Mi señor y rey, mañana, cumpliendo vuestras órdenes, alcanzaré las fronteras
de Castilla. Me alejáis de vuestro lado; desde hoy, para mí me gano, pues para
vos me pierdo. Gracias, señor; vos me abrís las puertas del destierro; pero hay
tanto mundo detrás de esas puertas, que siento mis alas más fuertes que nunca.
Los caballeros que me siguen y vienen a mi servicio son hidalgos orgullosos y
bravos, las cuatro partes del mundo les parecerían estrechas, y así con ellos
agrandaré vuestros reinos y las tierras que conquistaré serán la Nueva
Castilla.
No os culpo de lo que hacéis conmigo, ni os guardaré rencor; solo culpo a
vuestros cortesanos. Dios os perdone
como yo os perdono y os haga ver pronto la lealtad de vuestro
RUY DIAZ”.
En la mansión de Vivar se prepara la salida al destierro. Es un bullicio
loco de hombres, caballos, mulas y perros. Un desorden mareante de armas, víveres
y mantas.
Se interpelan a gritos en todos los tonos de voz. Las cuerdas vocales
vibran al delirio y los juramentos corren sobre ellas como los aló en los hilos
telefónicos.
De repente, un juramento demasiado grueso se queda parado como una golondrina.
Entonces doña Jimena se asoma airada al balcón y todos bajan la vista
temblorosos. Es el ama, la esposa del amo que no gusta de palabrotas. El rubor
ensangrienta las mejillas y un minuto de silencio avergonzado se produce en el
patio.
Mientras se reúnen las gentes y se alistan los soldados, el Cid envía su
mujer y sus hijas con sus damas, y bajo buena escolta, al monasterio de San Pedro
de Cardeña. Allí irá él a despedirse de ellas.
La indignación que produce el destierro del Campeador es tan grande, que
todo Vivar quisiera partir con él, y el héroe se ve obligado a rechazar los
ofrecimientos a numerosos idólatras suyos.
Es lo único que ha conseguido el
monarca: levantar más aún la figura del Cid, endiosar al que castiga. El
desterrado entra más glorioso que nunca en todas las almas y en todos los
fervores.
En un momento se juntan las huestes. De las casas salen las mujeres y
los ancianos a despedir a los soldados que prefieren el destierro con el Cid, a
quedarse en sus tierras sin el Cid.
—Cuando a Castilla volvamos —grita un mocetón—, todos volveremos muy
ricos y honrados.
Lloran las mujeres, suspiran los ancianos, rabian los muchachos. Se va
el Cid Campeador. Se va el héroe, se alejan las veladas épicas. Todo entrará en
la oscuridad.
Los grandes acontecimientos son como islas rodeadas de lágrimas y de
aplausos, envueltos en murmullos de envidia y grandes olas de gloria. Más allá
están la calma y el silencio.
El Cid se va, y el largo llanto que lo sigue apaga los rumores del odio.
Airoso, soberano en Babieca, el Campeador parece un desterrado hacia el Olimpo.
En torno a su cabeza reverbera la aureola de los grandes destinos, una
de esas aureolas que se sienten y que inspiran confianza y entusiasmo, una
aureola eléctrica, rica y calurosa como la zona ecuatorial.
—¡En marcha! Hacia Burgos.
La columna se desprende de la ciudad y al mismo tiempo un enorme grito
prorrumpe en mil pechos y estalla en el cielo:
¡VIVA EL CID CAMPEADOR!
Se va el señor con sus caballeros. La ciudad no se mueve del borde del
camino y lo mira alejarse con los brazos tendidos hacia él.
Vivar quiere aferrarse al amado para que no se aleje. Una corneja pasa
volando a la derecha.
Adiós. Adiós.
¡Viva el castellano leal! ¡Viva Mío Cid!
La última nubecilla de polvo se pierde en la última mirada, y Vivar
queda desoladamente pobre.
Huidobro, V. (1995). Mío Cid Campeador.
En Vicente Huidobro. Obra selecta. Caracas:
Biblioteca Ayacucho. (Fragmento).
©Fundación Vicente Hidobro
Incredibul
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